
Iba tranquilita en el subte, al mediodía.
Camino al trabajo, sentada, los auriculares al mango, y terminando de maquillarme.
A mi derecha, ni idea.
A mi izquierda, una vieja inquieta.
Pero como justo en frente tenía una mega bestia de unos cuarenta años, morocho, grandote y pelo bien cortito, el mundo que me rodeaba no me interesaba.
Lástima que, justo cuando el intercambio de miradas con el moroquio empezaba a hacerme pensar en los más deliciosos rituales de apareamiento, la vieja me tocó el hombro.
Como nunca soy violenta de entrada, le pregunté que necesitaba, y su respuesta me dio asco.
“No tendrás un alicate por ahí en tu cartera, que se me levantó esta pielcita y no la aguanto más?”, me dijo, mostrándome una de sus repugnantes pezuñas.
“No, disculpe pero no tengo”, le contesté.
Cuando volví la mirada hacia mi amor subterráneo, ya no estaba.
Yo sé que no es tan grave, pero puede ser que una vieja guanaca, posiblemente abuela de
la niña Medeiros, me haya arrancado de mi limbo de fantasías sadomasoquistas?
Acaso tengo tanta cara de farmacity como para que se crea que ando con todo mi kit sanitario a cuestas?
Por qué le pedí "disculpas" por no poder cumplir con su pedido?
Y para peor: cómo diablos se le ocurrió que, en caso de tener el alicate, se lo iba a prestar para que se arregle su uña putrefacta?
Todo bien con los viejos, pero sólo cuando están lejos.